Nueva York: la paranoia de los años 70 llevada a la pantalla (2024)

“¡Espabilate, por el amor de dios: estamos tratando de controlar una ciudad, no una maldita democracia!”

No hay convicción ni ideología sino urgencia y algo de desesperación en las palabras con las que el alcalde de Nueva York –hecho un estropajo por la gripe– es apurado por su segundo al mando de la ciudad que nunca duerme bien. Una atmósfera de ansiedad y paranoia envolvía a sus habitantes en los años 70 y muchas de las películas de la época –las increíbles películas de esa década irrepetible del cine– lo reflejaban con tormentosa fuerza en las pantallas.

En esa década se había puesto “de moda” secuestrar aviones, pero al escritor John Godey se le ocurrió una premisa más sensible, aterradoramente cercana: ¿qué tal si una de estas bandas de criminales toma por asalto el subte con todos sus pasajeros adentro?

Desde el minuto cero, mientras se suceden los nombres del reparto –Walter Matthau, Robert Shaw, Héctor Elizondo, Martin Balsam; Jerry Stiller—, la banda sonora de David Shire nos pone en estado de alerta. Cuatro tipos vestidos con abrigos largos, sombreros y bigotes postizos abordan en diferentes estaciones un mismo tren subterráneo que partió de Pelham, en el Bronx. En un par de movimientos nomás se apoderan del coche locomotora, tomando de rehenes a 18 personas que viajan en él, incluyendo al conductor, una prostituta, un proxeneta, un señor mayor con alguna inquietud existencial, una madre y sus dos hijos algo insoportables.

El objetivo del golpe es un clásico pedido de rescate: un millón de dólares a entregarse en exactamente una hora. Así se lo comunica por radio Mr Blue (Shaw, un año después de El golpe, uno antes de Tiburón), portavoz de la banda, al teniente de la Policía de Tránsito Zachary Garber (extraordinario, graciosísimo Matthau): la entrega debe ser puntual o un rehén morirá por cada minuto de demora. Hay tensiones entre los miembros del grupo de secuestradores; Blue desconfía del volátil Mr Grey (un también genial Elizondo). Mr Green (Balsam, conocido por tantas películas y series inolvidables que se hace casi imposible decidir por dónde empezar a listar su filmografía) estornuda todo el tiempo: parece un detalle secundario pero no lo es tanto, en esta ciudad que parece movilizar y paralizar a la vez, energizar y enfermar a sus habitantes. Uno de los rehenes pregunta cuánto es que el gobierno ha aceptado pagar por ellos. Es que “uno quiere saber cuánto vale”. Un millón. “No es gran cosa”, dice con filosófica resignación.

La maestría del relato se juega en un constante, imparable ida y vuelta entre lo que ocurre bajo tierra y la corrida del montón de burócratas que moran en la superficie en oficinas mal iluminadas, dedicándose a menudo a poco más que matar el tiempo, y que, de golpe, nada acostumbrados a lidiar con ningún tipo de desafío, deben resolver a toda velocidad una situación de vida o muerte. Agentes de policía, políticos de carrera (“Este diario te va a apoyar, este otro te va a pegar, este hará las dos cosas al mismo tiempo; pero pensá en lo que vas a ganar si pagás el rescate: 18 votos asegurados”); municipales de escritorio. Y la ciudad en todo su esplendor, en toda su monstruosidad: el ruido permanente que hace casi imposible hablar sin gritar, la catástrofe automovilística acechando en cada cruce, los peatones desquiciados por los embotellamientos, las demoras y los abusos cotidianos. Pura, absoluta, contundente materialidad: cómo era andar por arriba y por abajo, cómo se hacía para saber por dónde andaba una formación del tren cuando no había GPS ni celulares, cómo se hacía para juntar ¡one million dollars! en manoseados, mugrosos billetes, uno sobre otro, en menos de sesenta minutos.

La película fue un éxito comercial en su estreno. Si conectó con su público fue indudablemente por su pulso narrativo –que va del humor al estremecimiento una y otra vez– pero también por una eficiente ficcionalización que hacía de todo aquello que estaba en el aire y en los noticieros: la crisis financiera que asomaba en el horizonte, en paralelo a una tasa creciente de sucesos criminales que inspiró otros sórdidos films de aquellos años.

Cuando arrancó la producción de la película, este realismo, que provenía de la muy bien vendida novela original de John Godey, les puso los pelos de punta a las autoridades del transporte público, la MTA, que de movida se negó a colaborar. “Estamos haciendo una película, no un manual sobre el secuestro del subte”, trató de explicarles el director Joseph Sargent, quien sin embargo admitiría que hasta que vio la reacción de la MTA no se le había ocurrido que de verdad estaban convencidos de que una ficción como esta podría darles malas ideas a los malvivientes del cada vez más enloquecido mundo real. Finalmente, tras un pago desproporcionado en concepto de seguro contra todo tipo de riesgos, se habilitó un rodaje que resultaría agotador: dos meses en los túneles, entre ratas, polvo, bacterias y un tercer riel que se suponía desactivado pero que por las dudas mejor no tocar ni con una uña. (Todo el asunto se filmó en la abandonada estación de Court Street, en Brooklyn, que, cerrada desde 1946, hoy es sede del Museo del Tránsito de Nueva York, pero antes sirvió de escenografía a otras películas célebres como Contacto en Francia y El vengador anónimo).

Nueva York: la paranoia de los años 70 llevada a la pantalla (2)

Respecto de la mencionada novela de John Godey, esta se había publicado apenas el año anterior a la producción de la película y sus derechos ya se habían vendido antes de que se convirtiera en un best seller (a quien le interese: el libro cuenta con una edición en castellano a cargo del sello Plaza & Janés publicada en febrero de 1974, con el título Pelham Uno Dos Tres y que al día de hoy se consigue, buscando con una mínima insistencia, en ferias y librerías de usados de Buenos Aires). ¿Vale la pena? El relato es vívido en cada escena; su descripción de la mugre es invariablemente un retrato de la sociedad que la habita y los conflictos que la rajan al medio. En sus primeras páginas, uno de los secuestradores que espera en el andén, observa un cartel publicitario.

“Era un anuncio del pan Levy’s, un viejo conocido. Lo había visto por primera vez cuando lo acababan de instalar, pulcro y sin adiciones. Pero, casi inmediatamente se habían acumulado en él las inscripciones. Representaba un niño negro comiendo el pan Levy’s y el rótulo decía: no tiene ud. que ser judío para que le guste el Levy’s. Después, alguien había escrito en furiosos caracteres rojos: pero tiene que ser negro para estafar a la beneficencia y alimentar a sus pequeños bastardos negros. Debajo de esto, en letras mayúsculas, como para eliminar el odio con el antídoto de la piedad, leánse las palabras: JESÚS SALVA. Pero otra mano, ni furiosa ni piadosa, tal vez al margen de la lucha, había añadido: calaña escocesa.” En otro pasaje, un poco más adelante, el conductor del subte cavila sobre las perspectivas poco amables de su trabajo: “trabajar en el metro era solo menos peligroso que prestar servicio en la frontera de Vietnam. (…) Un jefe de tren estaba continuamente expuesto a sufrir lesiones e incluso la muerte y podía considerarse afortunado al terminar cada jornada”. No todos estos detalles por supuesto llegaron a la película, aunque de algún modo sí en espíritu, gracias a la inteligente adaptación que hizo el guionista Peter Stone, autor del clásico Charada.

A todo esto, Godey se llamaba en realidad Morton Freedgood, y reservaba su pseudónimo para las novelas policiales, aparentemente con la intención de apartarlas de su producción “más seria”. Nacido en Brooklyn en 1913, Freedgood publicó sus primeros cuentos y artículos periodísticos de muy joven en revistas, mientras trabajaba en relaciones públicas y publicidad para varios de los grandes estudios de Hollywood. Bajo el nombre Godey también publicó la novela The Three Worlds of Johnny Handsome, que Walter Hill filmó a fines de los 80 con Mickey Rourke (Un rostro sin pasado, 1989). Y también como Godey firmó la autobiografía de Morton Freedgood, The Crime of the Century and Other Misdemeanors: Recollections of Boyhood, que no son sino sus memorias de cómo era la vida en el Upper East Side de Manhattan en los años 20.

La crítica trató a La captura del Pelham 1-2-3, como correspondía, con cierta admiración. Para una periodista del New York Times lo único implausible era la idea de que “las distintas dependencias estatales (que deben responder ante el secuestro del tren) consiguieran trabajar juntas con eficiencia”. Pero quizá hacía falta que pasaran un par de décadas para que una mirada retrospectiva comprobara su incontestable vigencia. En 2003 –cuando ya Tarantino había homenajeado a Mr. Blue, Mr Green y compañía a través de los protagonistas de Perros de la calle–, el crítico Elvis Mitchell escribía: “La paranoia apenas reprimida –en particular, el miedo a quedar varados y atrapados– es para muchos neoyorquinos una compañera silenciosa y siempre presente. (…) En la ciudad siempre estás a un paso de encontrarte inmovilizado por circunstancias que se encuentran fuera de tu control”.

Pelham, argumenta Mitchell, “convirtió el existencialismo en entretenimiento”: “la ciudad era tan aterradora como cualquiera de los ladrones y conspiradores que intentaban saquearla, y al público le encantaba aplaudir y abuchear a una Nueva York que era en sí misma un personaje amenazante y descomunal”. Luego dedica unas líneas a elogiar a Matthau: “Se desliza por la pantalla con un comportamiento que podría llamarse ‘descaro zen’. Hace reír con líneas de diálogo que suenan como si no estuvieran destinadas a ser divertidas, simplemente ejerciendo paciencia en un género que no es conocido por ello… Una inteligencia modesta y una resolución picante se escondían bajo su sereno equilibrio.”

Pelham tuvo dos remakes que intentaron cada una a su modo reflejar sus respectivas épocas. Primero, en 1998, un telefilm con Edward James Olmos en el papel que había sido de Matthau y Vincent D’Onofrio en el de Shaw: cambia la tecnología, aumenta el poder de fuego y hay referencias al tiroteo que había tenido lugar a principios de los 90 en el ferrocarril de Long Island. La siguiente, de producción millonaria, llegaría 11 años después, dirigida por Tony Scott, protagonizada por Denzel Washington y John Travolta y, como corresponde a los espectaculares impulsos de Scott, acá secuestraban todo el tren, los seis vagones completos, quizá tratando de captar la dimensión que había cobrado la palabra “catástrofe” tras los ataques del 11 de septiembre. Una Nueva York en estado de pánico permanente, que sin embargo seguía adelante.

Y hasta ahora ¿ni una palabra sobre el director de Pelham? En el 74 Joseph Sargent venía de filmar decenas de películas para la televisión (con algunas dispersas experiencias para el cine) y luego del éxito de Pelham regresaría a ese mismo lugar, con alguna excepción como la no del todo querida Tiburón 4: la venganza, con Michael Caine (es decir, gente talentosa haciendo cosas no del todo grandiosas por dinero: tampoco es para escandalizarse). Pero si el legado de Sargent consistiera únicamente en esta película que hace reír y tensar el cuello, que divierte y espanta en un mismo sacudón, no se le podría pedir nada más.

La captura del Pelham 1-2-3 se exhibirá en el Bafici los días jueves 25 a las 15.10 en Cinépolis H. 4, sábado 27 a las 19.10 en el Gaumont 1 y domingo 28 a las 17.10 en el Gaumont 1

EL HUMOR Y EL ESPANTO

Al de la extraordinaria La captura del Pelham 1-2-3 la sección Rescates de este Bafici suma los reencuentros con dos películas que no fueron suficientemente apreciadas en su momento. Una de ellas, Después de hora (After Hours, 1985) es una aventura kafkiana dirigida por Martin Scorsese aunque nunca está entre los títulos que suelen citarse al hablar de la filmografía del tipo que hizo Toro salvaje. Ambientada en una única noche delirante y graciosamente espantosa en el SoHo neoyorquino, Después de hora comparte con Pelham algo del pulso nervioso con que se retrata la ciudad, como un espacio vibrante y caótico, intensamente vital y asfixiante por momentos, yendo y viniendo de la maravilla a la náusea. La otra, Enredos de oficina (Office Space, 1999), fue el primer largometraje de Mike Judge, el creador de los descerebrados adolescentes Beavis & Butthead –hito de la animación de MTV en los 90— y la emparienta con Después de hora su punto de partida: el relato del horror de la vida de oficina, una existencia gris, reiterativa y claustrofóbica.

Nueva York: la paranoia de los años 70 llevada a la pantalla (3)

Las dos están protagonizadas por sendos expertos en esos cosos aparatosos que eran las computadoras en sus respectivas épocas. En Office Space, Peter (el casi desconocido Ron Livingston), queda inesperadamente atascado a la mitad de una sesión de “hipnosis ocupacional”, con un efecto peculiar: de pronto, como por arte de magia, se siente liberado de esa vida miserable de cubículos sin ventanas, “memos” corporativos y jefes insufribles que venía llevando en loop. En After Hours, Paul (Griffin Dunne, que no era exactamente una estrella pero venía de protagonizar la exitosa Un hombre lobo americano en Londres) fantasea, a partir de un encuentro casual con una atractiva chica (Rosanna Arquette), con la idea de fugarse de la inercia de sus días desprovistos de emociones –y aparentemente de sexo–. Pero en menos de una hora la fantasía ya ha transmutado en una serie interminable e inescapable de eventos accidentales, azarosos, plagados de mala suerte, malos entendidos y paranoia.

Enredos de oficina está repleta de situaciones que la convirtieron en un artefacto de culto: el código de vestimenta impuesto a sus empleados por la cadena de comida rápida a la que concurren los atribulados oficinistas; la violenta descarga sobre la impresora que nunca funciona del todo bien –y el gansta rap que tan fuera de lugar les queda a estos muchachos tan blancos y tan nerds–; la monstruosa dupla de consultores de la empresa y, por encima de todo el personaje de Milton, interpretado con anteojos culo-de-botella e irritante apocamiento por el genial Stephen Root: una verdadera bomba a punto de estallar. Milton había sido, de hecho, el punto de partida de la película, inspirada por un corto creado y realizado enteramente, en verdadero modo ultraindependiente, por Judge, que este consiguió vender por 2000 dólares al canal de cable Comedy Central (y que hoy puede verse en YouTube).

Por su parte, a pesar de la brutal desventura a la que somete a su protagonista, Después de hora hizo –dice su productora Amy Robinson— que “la gente joven quisiera irse a vivir a Nueva York, un lugar donde podían matarte a la vuelta de la esquina” y “el precio del boleto de subte quizá aumente en medio de la noche dejándote a pie”. La película ganó el premio al mejor director en Cannes pero no toda la crítica estadounidense la recibió bien. El siempre lúcido J. Hoberman, del Village Voice, la agrupó con “las comedias de la ansiedad yuppie”, films como Perdidos en América, Buscando desesperadamente a Susan y Totalmente salvaje: “planteaba claramente una situación existencial que me pareció que los críticos no apreciaron. Se tomaban la película muy literalmente.”

La proyección en salas de Enredos de oficina a 25 años de su estreno tiene algo de revancha: la película sí llegó a los cines argentinos en abril de 1999, apenas un par de meses después de su estreno estadounidense, para que la viera prácticamente nadie. Lo mismo que había pasado en su país. Pero sobre el fracaso se erigió el mito: tiempo después sería descubierta en sus permanentes emisiones en Comedy Central y a través de su edición en DVD, por al menos una década uno de los más vendidos de su productora Fox. Judge –que siguió adelante con series como Los reyes de la colina y Silicon Valley, y otra película que al día de hoy sigue siendo una suerte de gema secreta: Idiocracy— dice no haber vuelto a verla.

Ocasional objeto de rescate por críticos y cinéfilos, Después de hora pasó a la historia como “la película que salvó la carrera de Scorsese”, porque el proyecto llegó a sus manos justo cuando El rey de la comedia (con De Niro y Jerry Lewis) era declarada en la televisión de 1983 “el fracaso del año” y su adorado proyecto La última tentación de Cristo acababa de ser cancelado tras un año de trabajo. “Tenía 41 años y ningún plan; tenía que empezar de nuevo”; se dijo a sí mismo. Hecha con un presupuesto exiguo en una cantidad limitada de jornadas de vertiginoso rodaje nocturno, con ratas pasando al lado de los actores y técnicos, After Hours arrojó al director de Taxi Driver al modelo de producción independiente de sus inicios, devolviéndole el espíritu y la energía de aquellos tiempos eléctricos.

Los detalles escenográficos, de vestuario y tecnológicos de ambas películas quedaron clavados en sus respectivos pasados, pero los universos en que nos zambullen siguen fatalmente vigentes 25 y casi 40 años más tarde.

Próximas funciones: Después de hora se proyecta el domingo 28 a las 21.55 en la Lugones. Enredos de oficina: viernes 26 a las 16.40 Cinépolis Houssay 4.

Mariano Kairuz

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